En diversas culturas, se la considera origen de toda forma de vida y se la venera como representación de la diosa Luna y de la renovación cíclica. Vinculada a lo instintivo y a lo inconsciente, su imagen ha sido tanto exaltada como demonizada: en el patriarcado y la tradición cristiana, se la relegó al papel de símbolo de tentación y maldad.

En el conocimiento alquímico, representa la polaridad, el intercambio entre opuestos y el proceso de transmutación. Culturas antiguas, como las mesoamericanas, la identificaron con la serpiente emplumada, símbolo del despertar espiritual a partir de las energías terrenales.

En el ámbito vasco, algunos autores la consideran una de las manifestaciones de la diosa Mari, simbolizando el poder telúrico, la transformación de la naturaleza y el ciclo eterno de la vida. La serpiente era una figura femenina de gran poder cuya imagen fue desvalorizada y masculinizada en las mitologías posteriores.

La serpiente alada de Amalurra se materializó durante un proceso de profunda transformación colectiva durante el cual decidimos diseñar un rincón con una fuente. Sin previa planificación, se dejó dibujar una serpiente alada que acabaría siendo una escultura a modo de fuente. Por lo tanto, la serpiente, arquetipo ancestral de sabiduría y renovación, encarna aquí el movimiento ascendente de la energía vital: la capacidad de transmutar lo denso en luz, lo doloroso en amor. Con sus alas, evoca también a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada de las culturas mesoamericanas, símbolo del despertar espiritual que une tierra y cielo, instinto y conciencia.

En Amalurra, esta escultura cristalizó un profundo proceso interno, actuando como reflejo del compromiso con la transformación. Es una manifestación visible de la posibilidad de elevar las experiencias vividas a una conciencia más integradora y compasiva, trazando puentes hacia nuevas posibilidades dentro de un futuro emergente.